“Soy parte de ese paisaje y quiero comprenderlo” susurra Paula Cortazar (Monterrey 1991).
Su pequeña contextura, la finura de sus manos y una voz que es casi como un hilo imperceptible, me presentan sus piedras tratadas como gemas preciosas, otras que asemejan dibujos tridimensionales, y unos dibujos volumétricos que bien podrían ser mandalas personales o registros de un estado hipnótico.
El recorrido para llegar hasta esta exposición empieza en Lyon, Francia, donde Paula estaba haciendo una residencia. Todos los días cruzaba el lago de La Saône en bicicleta y miraba el agua, sus pequeños pliegues modificados por el sol y la capacidad innumerable que había en esa infinidad de repeticiones. Empezó tomando fotos que terminaron siendo dibujos.
A su regreso a Monterrey volvió a conectarse con el paisaje de su infancia. Con los paseos que hacía los fines de semana con su madre a esas montañas inigualables que rodean la ciudad, y el destino, que nunca es fortuito, también la llevó a trabajar en medio de La Huasteca, rodeada de un paisaje que no se detenía y que insistía en decirle algo.
Cortazar entendió que en él había una parte suya y una parte de su origen y de su ciudad. Tomando como disparador los dibujos que se iniciaron en Lyon continuó su trabajo sobre piedras como un ejercicio más de dibujo. Aquí ya estaba marcada entonces esta línea orgánica donde el paisaje es el disparador para ejercicios de trabajo de la artista y donde luego la obra final se transforma también en la propuesta de un paisaje creado por ella misma.
Su travesía termina en el encuentro con estas piedras más grandes que se vuelven esculturas y que dice quiso tratar como diamantes. Cada piedra es escogida por la artista, elige las que están desprendidas naturalmente de la montaña, y aquí hay un gesto de comunión inmensa donde la artista tiene una aliada perfecta: La naturaleza.
Domitila Bedel
La montaña negra se ha vuelto gris
exposición individual
mayo 2015
Galería Machete